El evento inicia a las 5:45. Piscos de honor

2.01.2010

Rec/Stop


Por Adan Calatayud

Verano, cosas importantes ocurrían en verano. Pero como acabo de decir, ocurrían. Ahora la única novedad es tu partida. Tu partida y este juego de contar frente a la cámara de video unas cuantas cosas que no sepas de mí y “te den una idea más exacta de quién soy, para que me recuerdes en tu larga estadía en el extranjero.” No sé como acepté hacer esto; cuando soltaste esa última frase, sentí ganas de expulsarte de mi casa (nuestra casa), de darte una bofetada, pero me contuve, te veía después de más de un año y quise escuchar más. Luego vino ese refrito de que nunca se termina de conocer una persona y otras tonterías más que no entendí porque mientras hablabas me puse a recordar que precisamente por intentar empaparte de mí, de las cosas en las que creo y hago y por querer tener contigo una relación sin convencionalismos, que no cayera en la rutina, terminé espantándote. Ahí estaba yo, una vez más, con mis recuerdos y mi mundo, frente a tus ojos negros y tu rostro sin maquillaje; de pronto terminaste de hablar y tenías para mí una cámara de video, un beso en la mejilla y un “regreso en una semana por la grabación, te quiero mucho, gracias, saludas a tus padres.”


REC: ¿Qué cosas pasaban en verano? Las calles estaban llenas de amigos con quienes jugar y enemigos con quienes agarrarte a trompadas; muchachas a quienes espiar cuando se sentaban mal o cruzaban las piernas, también les podías robar un beso en el juego de las escondidas. Y en la casa de los abuelos abundaban los nietos, primos, sobrinos, dependiendo el punto de vista. Jugaban pelota, trompo y caja los más pequeños; al papá y la mamá o al doctor y la enfermera, los más grandes y avezados. Después de años espiando a mis primos y a mi hermano mayor, en el 93 inicié el verano midiendo más de metro sesenta. Los abuelos profetizaban que sería tan alto como papá, que pasaría el metro ochenta con facilidad; mamá me dio libertad para quedarme hasta muy noche jugando con los amigos de la cuadra y una tarde de domingo, Bertha, la prima enfermera, me llevó a la huerta para hacer cosas. En más de una ocasión dije que ese era el mejor verano de mi vida y debió haberlo sido hasta fines de enero, cuando apareció la enfermedad de Manuelito. Una madrugada aparecieron en la casa los tíos llevando al bebé en brazos, solo mamá y yo nos despertamos; ella me vio en el umbral de la puerta y me mandó a dormir, “solo le pondré una inyección”, dijo. Al despertar mamá no estaba. A esa madrugada le siguió una semana de mamá y los tíos en el hospital, haciéndole todos los exámenes posibles a Manuelito. Una noche en la casa de la abuela, cuando los nietos más pequeños habían sido llevados a sus casas a dormir y los más grandes mataperreaban en las esquinas, los adultos se reunieron para hablar de la enfermedad de Manuelito. Bertha y yo, que andábamos escondidos en la huerta, al tratar de salir de la casa sin ser sorprendidos alcanzamos a oír de los labios de mi madre: Cáncer. Lo siguiente para los adultos fue tratar de reunir todo el dinero posible. Los menores seguíamos mataperreando por el barrio, ajenos a todo. El primer sábado de febrero hubo una parrillada: la casa se llenó de gente que bebió y bailo hasta el amanecer, Bertha y yo robamos una botella de cerveza y nos pasamos toda la noche haciendo cosas. A la semana siguiente escuche decir a mamá que se necesitaba más dinero. Como si esa frase hubiera sido un conjuro, las sonrisas empezaron a ausentarse de los rostros de mis padres, todos mis tíos y los abuelos. Se hizo una actividad más y el dinero seguía faltando. La abuela empezó a llevar a todos los nietos a la iglesia. Recen por su primo nos decía. Una noche en la huerta Bertha me dijo que se había confesado y ya no quería hacer más cosas, que yo también debería confesarme, que si no estaba limpio no podría pedir por la salud de nuestro primo. No recuerdo qué le dije, pero hice que llorara, después de eso no volvió a pasar nada entre nosotros. La primera semana de marzo se hizo otra parrillada; esta vez se le ocurrió a mamá que sería bueno aprovechar el fin de carnavales para hacer un cortamonte y yo me ofrecí para adornar el árbol. La madrugada de ese sábado papá, mi hermano mayor y yo salimos en el viejo Dodge del abuelo a buscar el árbol. Después de cruzar el río Chillón y bordearlo por más de diez minutos llegamos a lo que parecía una plantación de sauces. Papá dijo “aquí”, sacó los machetes y escogió el árbol más grande. Después de una hora de golpes de machete, el árbol cayó. Mientras mi hermano y yo atábamos el árbol a la camioneta papá se alejó. Pensé que había ido a orinar, pero cuando regresó tenía los ojos rojos. Porque estuviste llorando le pregunté: “ayer vi al bebé”, me dijo; como está, insistí; “bien, ayer empezó la quimioterapia”, respondió; quise hacer más preguntas, pero mi hermano me dio un manotazo para que guardara silencio. En la tarde, luego de plantar el árbol y adornarlo, fui a mi casa y encontré a mi hermano leyendo en su habitación, no le presté mucha atención y fui a bañarme. Antes de salir de casa le pregunté si no venía al cortamonte, me respondió que no y señaló una ruma de libros que tenía por leer. Me pasé toda la noche espiando el cortamonte, el bullicio, los excesos de los adultos y a la mañana siguiente me sentía extraño. Al regresar a casa mi hermano continuaba leyendo, cogí uno de los libros que él ya había terminado y fui a mi habitación, quise leer, pero me quedé dormido. A la semana siguiente Manuelito murió. El velorio, el entierro y los días que se vinieron deben haber sido los momentos más duros que se vivieron en casa de mis padres y en la casa de los abuelos. Por esos días me encerraba en mi cuarto a llorar y cuando estaba en la calle andaba como un sonámbulo. Cuando iba a la casa de los abuelos sentía que la luz en lugar de entrar por las ventanas huía hacia la calle, el bullicio que hacían mis primos mientras jugaban en el patio y la huerta eran insoportables, me gustaba encerrarme en la vieja habitación de papá y empecé a disfrutar del silencio y la oscuridad que reinaban allí desde que papá dejo la habitación para irse a vivir con mamá. A fines de marzo escuché gritos en la habitación de mi hermano mayor. Él no había ido ni al velorio ni al entierro. Cuando mamá se fue al mercado entré a su cuarto y le pregunté porque le habían gritado; “porque no voy a hacer la confirmación, porque soy ateo, porque no volveré a pisar una iglesia”, me dijo; sentí mucho rencor e impotencia en sus palabras, quise decir algo, pero me pidió que saliera, mientras cruzaba la puerta alcancé a escuchar: “no es justo, no es justo”, di media vuelta y mi hermano estaba llorando, me acerqué, él me abrazó, se secó las lágrimas y dijo que fuera a leer el libro que había cogido días antes. Me tomó una semana a tiempo completo terminar Crimen y Castigo, luego de esa lectura me olvidé de mataperrear en las calles, de los cumpleaños de mis primos y amigos, de Bertha y la huerta de los abuelos y leí todos los libros que mi hermano apilaba semana tras semana sobre su mesa de noche. Una mañana antes de que empezaran las clases del colegio entré al cuarto de mi hermano y conversamos por horas, lo único que recuerdo de esa conversación es que mi hermano dijo que ya no sería doctor como mamá y la abuela soñaban desde que, en el colegio, empezara a sacar año tras año el primer puesto. “Seré economista, y tú qué serás”, preguntó; yo seré escritor, dije con mucha convicción. “Eso está bien para los sentimentales como tú”, dijo, me enojé y salí de su habitación. Así terminó ese verano. STOP.


Hace mucho que no ocurre nada importante en el verano, este verano terminará con tu viaje, esa será la novedad. Ya está; terminé tu grabación contando algo que no sabías de mí, esbozando esa historia que nunca pude escribir. Recuerdas el ritual Clapton-Truffaut-Dostoievski, era el procedimiento, la búsqueda de inspiración/predisposición previa a cada intento de escribir, algo parecido a tu juego con la cámara de video para recordarme. Mi juego nunca funcionó; algunas veces, cuando mi hermano llama del extranjero y conversamos horas de horas, antes de despedirse pregunta si estoy escribiendo o si ya publiqué algún libro y las respuestas siempre son negativas. Hace una hora, cuando terminaba tu grabación se me ocurrió dejar un par de preguntas como las que mi hermano siempre reserva para el final de nuestras conversaciones; pero a último minuto decidí no preguntar nada, me aterra pensar que tus respuestas sean iguales a las mías. STOP

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