El evento inicia a las 5:45. Piscos de honor

2.23.2010

Kurt Cobain, Charly García y The bang bang club


Por Adán Calatayud

Hola Times, hola premio Pulitzer,

cicatrices tribales en tecnicolor,

Bang bang club, AK 47 horas

Kevin Carter, Manic street preachers


En el penúltimo año de la secundaria todos queríamos ser como Kurt Cobain. Es un drogadicto, su música es pura bulla y no se entiende lo que canta, decían nuestras lindas compañeras de clase. Sus faldas cortas, muy por encima de la rodilla; los tirantes sueltos, que caían desafiantes sobre esas caderas que despertaban más de un suspiro, y sus doradas trenzas francesas no podían hacer que cambiáramos de parecer. Nirvana era la mejor banda y Kurt era nuestro ídolo. En las fiestas, aunque no pusieran una sola canción de Nirvana, abundaban los blujean rotos y las zapatillas “all star” (o alguna que se pareciera y fuera más barata). Está demás decir que todos esperaban terminar el colegio para dejarse crecer el cabello y llevarlo como Kurt y creo recordar que alguna vez alguien dijo delante de las niñas que deseaba tener una banda de rock y fumar marihuana, para probar nada más —siempre es bueno saber—como era esa cosa. Al tener esos gustos y esas aspiraciones, las escasas muchachas bonitas de la clase —las de faldas cortas y trenzas castañas, desde luego— dejaron de interesarse en nosotros y empezaron a interesarse en los compañeros de otras secciones. Ellos, al igual que las chicas, si disfrutaban con lo que sonaba en la mayoría de las radios: Jerry Rivera, Ace of Base, Wilfrido Vargas y tantos otros músicos y cantantes que mis amigos y yo detestábamos.


La música de Nirvana nos unía más que el futbol, más que las infinitas versiones de “Tabú” o los capítulos de “Supercampeones”, pero a diferencia de mis amigos, que estaban dispuestos a renunciar a las chicas de la clase y pensaban encontrar nuevas amigas y enamoradas a las que les gustaran kurt y compañía, yo si echaba de menos a las muchachas y sobre todo a la guapa Alejandra. Era la chica más alta del colegio, llevaba el pabellón nacional en los desfiles, era la capitana del equipo de voley y por su físico parecía una muchacha de más de dieciséis años. Con la mayor parte de mis rivales fuera de la competencia, el único camino que me quedaba era dejar de parecerme a ellos. Pero no tenía la suficiente personalidad como para prescindir de un ídolo, así que tomé prestado el de mi hermano mayor: Charly García. Para Alejandra eso estuvo muy bien, las letras de “Quizás porque” y “Necesito” le encantaron. Pasé muchas tardes en su casa escuchando los viejos casetes donde mi hermano había grabado canciones de todas las etapas de Charly.


Cada vez me hacía más fanático de Charly, pero una tarde en galerías Arenales, mientras, buscaba un disco de original de Charly García —de segunda mano porque mi presupuesto era escaso— para regalárselo a Alejandra por su cumpleaños, encontré en una revista un artículo sobre cuatro fotógrafos sudafricanos que se hacían llamar The bang bang club. Con lo que sobró de la compra del disco me hice de la revista y en el viaje de regreso a casa leí el artículo más de tres veces. Lo siguiente fue buscar más información sobre estos fotógrafos y conseguir una cámara fotográfica. Era un ignorante en la materia pero mi intuición me hizo elegir la polaroid del abuelo a la compacta automática de mi padre. No me arrepentiría, las primeras instantáneas que tomé fueron de Alejandra acodada en el balcón de su casa. “Un sol amarillo que se niega a morir, una muchacha bonita, has tomado una foto de postal”, dijo el abuelo cuando le mostré la primera fotografía, luego me aumentó la propina. Al principio me interesaba The bang bang club, pero luego mi interés se centró en Kevin Karter. Allí empezaron los problemas con Alejandra, mí nuevo ídolo tenía algún parecido con Kurt Cobain, demasiado lúcido, demasiado sensible; era autodestructivo y adicto a las drogas. Le conté que había ganado un Pulitzer por la fotografía donde un buitre acecha a una niña a punto de morir, pero fue en vano, Alejandra no sabía que era un Pulitzer y jamás entendería los motivos que llevaron a Kevin a tomar su decisión. Volvía a ser como mis amigos. Yo moría por los besos de Alejandra y traté de volver a enamorarla recurriendo al gran Charly, pero mi musa ya no gustaba de su música: “Confesiones de invierno” la deprimía; “De mí” le provocaba algo de miedo; además Charly entraba a una de sus etapas más oscuras. En quinto año fue peor, Alejandra prefería salir a bailar con chicos mayores a posar frente a mi polaroid o pasarse la tarde escuchando música en la cochera del abuelo. Una semana después de romper conmigo la vi besándose con un chico de su cuadra que ya había terminado el colegio. Después de eso me interesé mucho más por la fotografía, empecé a comprar revistas y libros sobre el tema, conocí a Kapa, Cartier-Bresson, Man Ray, Adams y Newton. El abuelo, que disfrutaba financiando mis caprichos me compró una cámara telemétrica de segunda mano. En mi primera borrachera, en casa de uno de mis mejores amigos, protagonicé una escena que casi todos mis ex compañeros recuerdan: subido en una silla juré que sería como Kevin Karter y siempre escucharía a Charly García, aunque no tuviera a Alejandra. Al terminar de hablar la silla tambaleo y en la caída me rompí la cabeza.


En abril de ese año Kurt Cobain se suicidó, mis amigos andaban tristes y sin novias, yo traté de compartir su sufrimiento, pero sentía que un abismo muy grande nos separaba, ellos también lo notaron y guardaron distancias. En julio Kevin Carter se suicidó. Las distancias se desvanecieron, mis amigos y yo volvimos a ser un mismo cuerpo: guardábamos un pesado luto por nuestros héroes muertos.


Al terminar el año escolar, en la fiesta de promoción, Alejandra se acercó a la mesa donde me hacía el adulto bebiendo cerveza tras cerveza para pedirme que le concediera un baile, yo había evitado cruzarme con ella toda la noche, pero no pude negarme. Olvidé que tenía dos pies izquierdos, tomé su mano y la llevé a la pista de baile. Bajo la esfera de cristal apreté su cintura, ella apoyo su cabeza en mi hombro y susurró: “ojalá que Charly no quiera suicidarse”. Sintiéndome más adulto que nunca, pegué mi boca a si oído y susurre: Charly no haría eso, nunca lo haría, repetí; luego le robé un último beso.


Carabayllo 22 de febrero del 2010


1 comentario:

Anónimo dijo...

Todos tenemos una historia por contar, y màs en la secundaria...
Me gustò Mucho la tuya.