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12.03.2008

Evocando a Juan Ojeda. Testimonio a los 34 años de su desaparición


Por Víctor Manuel González Pumachaico*

.¿De quién es esa torpe mano que bate, angustiada, las sombras?
Juan Ojeda

El poeta Juan Ojeda murió trágicamente el 11 de noviembre de 1974, a la edad de 30 años. ¿Se suicidó? Sus amigos más íntimos evidenciaron que sí. Uno de ellos: Víctor M. González P., después de tres décadas de silencio, en evocativo testimonio recuerda lo ocurrido horas antes de su deceso.

10 /11/ 74: Tocaste. Sabías que adentro estaba, no el amigo ni de juergas literarias, sino aquél que te comprendía en los amaneceres o cuando despertabas con la aflicción de un homicida.

Estaba a oscuras la habitación 26 de la Residencia Universitaria de San Marcos, la que otrora te albergara, testigo de horrores y proezas, de la que te arrojaron rabiosos por ser más pernicioso que el fascismo hecho hombre, logrando una utopía: la unidad de las izquierdas. Una vela a su capricho rasgaba las tinieblas. (No sé si sabrás que prácticamente la vivienda ya no existe; la “modernidad” de las autoridades casi han barrido con todo. Sé que tendrías rabia y pena al ver tanta desolación con frías computadores sin alma...)

Domingo como todo domingo, bebíamos sobriamente por el lunes 11 de noviembre, embarazoso día para cumpleaños.

–¿Quién? –pregunté, escondiendo un poco de cerveza ahora tan amarga. Escuchábamos “Puerto Montt”, dijiste que te agradaban Los Iracundos, quizá sólo para no desentonar, y cantaste a dúo con Chiquín, el de la voz de timbal. Se repitió el disco a tu solicitud: “Silencio sin piedad, encontré al volver, mas en la soledad, tu voz me gritará...”, mientras sonreía mirándote el hosco semblante.

En la penumbra, tan pronto ingresaste, reparé en el hematoma de tu pómulo izquierdo; al rato te pregunté: “una pequeña discusión sin importancia”, me afirmaste categórico y ufano.

Te tiraste sobre la cama con la amistad de siempre y volviste a leer aquellas líneas anónimas de mal gusto, que las aceptabas sin alterar tu modestia. Iniciamos un diálogo intrascendente, mas una tensión nos iba haciendo acezar. Deseabas beber para seguir soportando la vida, me lo insinuabas a gritos, me lo suplicabas después; era cruel ante tu tortura y todo por tanto estimarte.

–Tú sabes que casi nunca bebo –te dije con un rictus de tristeza.

–¡Sólo algo..! –me repetías con ruego de hombre y agonía de poeta. Forzando una sonrisa, explayaba grotesca mueca, lamentando siglos de existencia.

La vela seguía con su tenue luz. El aposento se volvía letal, nos asfixiábamos de vacuidad y angustia; tu sed incesante, vital, paroxística; tus ruegos, inmisericordes a mis oídos; tres botellas escondidas y el mundo con su pachanga como si nada. Cual autómata de mi propio ser, tuve que controlar mi pesar, que lo percibías sin mirarme, deleitándote inmutable.

¿Cuándo te conocí? No recuerdo. Tal vez nos encontramos de tanto buscarnos, llegando de un caos para compartir la soledad, licuar nuestras angustias y anhelos, sentir la tiranía del tiempo, vivir la vida bordeando diariamente a la muerte, querer aplacar sus males a la tierra con la locura, ignorar a cierta gente y cosas por profilaxia y huir y hallarnos en sueños como en la realidad.

Me pediste cinco soles para tomarte un pisquito en el barrio de los trabajadores de la Ciudad universitaria, asegurándome que regresarías en unos minutos. Con Chiquin nos pusimos de acuerdo, que tan pronto volvieras beberíamos sin reservas por el 11 que se aproximaba y hacías que te habías olvidado. (Pues en cierta ocasión con zalamería y talento, expresaste sobre grandes acontecimientos que sucedieron un día como éste; también mencionaste a hombres que admirabas que nacieron un 11 de noviembre, entre otros al siempre afable Dostoiesvky. Mas no dijiste nada sobre los que murieron o morirían una fecha como ésta.

El viernes primero de ese mes, a patadas casi rompes la puerta; estabas desde días antes bebiendo con Cesáreo (nuestro querido Chacho que partió en enero de 2002 a buscarte). No te abrí pero quedé enfadado y con un palo en la mano. Al día siguiente, por la tarde, llegabas con circunspección franciscana, te saludé y todo había olvidado. Te persuadí a registrar tu voz, seré sincero, pensé y no pensé: como recuerdo por si murieras pronto. Aceptaste y te alcancé tu poemas Elogio de la Destrucción de los viernes literarios del 70, que era parte de una roseta de trece puntas, detrás de la puerta, y tu cuento inédito La Isla, que entre otros me dejaste para conocerlos; leías nervioso pero pausado. Después de serenarte, ponerte cómodo y prender un cigarro, escuchamos el casete, siendo la grabación de tu agrado. Con una mirada sonriente lo festejamos, diciéndonos mucho sin palabras.

Seguía aguardándote inquieto, estabas demorando mucho, la noche avanzaba, ya iba a ser las doce, ¿acaso no volverías? Un rato más y saldría a buscarte.

Estaba descansando y tocaron la puerta. Era la siete de la mañana del lunes 11. me dijeron que habías muerto; que un carro te había atropellado y se dio a la fuga; me dije: te has matado...


Apenas pasaron diez días y al escuchar tu grave voz a través de esa maravilla de la época, el llanto obnubiló mi ser, palpando la ausencia infinita, mientras bebía a sorbos la desolación más injusta.

Cuando yerto en la morgue, buscaron tus luengos bolsillos, hallaron tu carné universitario, tres soles setenta y un boleto de medio pasaje de la línea 25, que costaba un sol treinta. ¡No fuiste a tomar un pisquito! ¿Adónde encaminaste? ¿Con quiénes estuviste que te dejaron tan solo, a las dos de la mañana, en la cuadra 22 de la avenida Arequipa? Los tuyos se lamentaron ¡¿Por qué Dios mío, si aún tenía treinta?! Los amigos que te comprendieron, sabían que lo harías en cualquier momento...

Tenía miedo acercarme a verte, tuvo que llegar Cesáreo para acompañarme unos pasos, pero me dejó solo...

“¡Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!”, nos diría nuevamente Vallejo al verte como siempre: enternado y soberbio, en reposo pasajero sin tormentos como si durmieras, desmintiéndonos en el acto tu rostro verdemuerto y tu frente vendada contrastando a los pescadores de tu puerto chimbotano. Ineluctable trance. Tú, creador y destructor de mundos inauditos; poeta filosofante de la degradación y del fin, escudriñador de la demencia y de la razón; artesano de tramas con desesperados sumidos en realidades y tiempos extraños; mórbido amante de la que irónicamente te mostraba con desdichada humildad... ¡Qué inefable quedaste!

No recuerdo tu nueva dirección, aunque el loquito Percy anotó por allí: “Santa Carmen 55-A, El Ángel” (ciudadela con unidades vecinales, casitas soterradas y residencias; manifestación absurda de las clases sociales). Sea como fuere, ya nos encontraremos, y recorriendo aquellas callejuelas de flores, en la quietud de las noches, nos pondremos a conversar largamente, y hasta daríamos charlas de consuelo a los vecinos tristes que no pensaron en las añejas coplas de Manrique.

A 34 de tu adelanto, te recuerdo como siempre..., en este momento te veo exactamente como aquella tarde del 11 de noviembre de 1974; solemne, tu pinta arabesca transformada, ver y no creer, estoy llorando mundos por dentro, ¡levántate!, te prometo que beberemos mares... Cualquiera tiene una pesadilla, ahora que despierte te buscaré por Letras y tomaremos en el sótano un café o iremos al Chorito a visitar librerías, y no te diré que te soñé, mi entrañable Juan Ojeda.


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* Docente universitario en la EAP de Comunicación Social de la UNMSM

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