Por Roberto Roig
Aquí, sentado en la terraza mientras llueve, mirando una rara estrella-proyector (estrella-proyector), y aún cuando padezco de insomnio, mantengo mi respeto por la noche. El respeto por la noche que tienen hasta los ladrones. En mi caso como ladrón de ideas.
Podría decir que es por la gritería de las ranas que he perdido el sueño, pero como soy honesto, diré lo siguiente: Cuando se detiene la lluvia salgo con mis botas, una linterna y un hacha al cinto para talar algo de leña del bosque de eucaliptos. En lugar de robar madera en lo alto, bajaría a la caleta para recolectar acelga, pero tengo una condición frecuente que, mientras duermo, me hace ver una secuencia de acelgas y caracoles azules semienterrados en la arena y que, después de recogerlos, se convierten en duraznos rojizo-anaranjados. Esto no es un sueño ni una pesadilla, sino como actuar en otra película... o en otra vida... Un vertiginoso flash de segundos. Ahora ya no me asaltan estas imágenes porque ahora ya no duermo. Ahora prefiero subir el cerro acompañado por las numerosas ranas, mi propio silbido, el sonido del mar y el ruido de algún automóvil. De pronto todo es silencio, paro de silbar y oigo una voz que me dice: «Estoy vigilando lo que comes». Es la voz de mi interior. Prosigo mi camino. Por suerte, antes de entrar al bosque, las ranas saltan alrededor de (o me indican) un tronco de poco más de un metro que dejó otro leñador. Termino de derribarle, descanso un pie encima y miro a lo lejos, por unos segundos, el reflejo de la luna llena sobre el mar... Apoyo el tronco en la rodilla y lo subo muy bien al hombro. Bajo corriendo a pasos cortos. Cruzo la autopista sin mirar. Intento no aplastar alguna rana ¡No-Rojo! ¡No-Rojo! Voy muy rápido, bajando más rápido, incluso saltando charcos y de roca en roca como Caupolicán ¡No-Rojo! ¡No-Rojo! Me tuerzo un tobillo, resbalo y me saco la mierda. Quizá por compararme con el héroe Caupolicán me recobro del barro; pero ahora me parezco a Cristo en la pasión y la voz empieza a repetirse con insistencia en mi cabeza: «Estoy vigilando lo que comes» «estoy vigilando lo que comes» «vigilo lo que comes». Es la voz de mi estómago.
Diré que es por el insomnio que he empezado a comer de manera desmedida, o quizá para estropear mi estómago, pero mi afición por las ranas aumentó tanto, que estuve por acabar con ellas. Mi hermana trató de impedir esto dándome parte de su comida y también amarrándome las manos. Poco después mostró una delgadez extrema. Mi madre dijo que fue por una decepción amorosa. Para desmentir otro tipo de rumores, la hizo vestir ropas con relleno y me obligó a llevarla de paseo para que pudiera parecerle saludable al resto de la gente.
Pronto ya no fueron las ranas. Pronto nos invadió una plaga de insectos azules luminosos cuyo aspecto iba de acuerdo a nuestro estado emocional subjetivo. Los consumí como harina. De noche hacía un recorrido similar al que hacía con mi hermana en sus paseos de día. Sacudía árboles y los insectos caían como frutas maduras. Luego de cocinarles en grandes ollas, los dejaba secar en el techo sobre costales de harina. En el molino me pedían un saco de harina de insecto como parte de pago. Ellos utilizaban el producto para darle a sus pollos y cerdos que criaban. Pero no era ésta una comida como las demás. No era ésta una comida «boca-culo» mi cuerpo no la desechó, sino que mi piel empezó a irradiar una luz azul. 720 kcal por cada 100 gr. Mis poros rebosaban de ectoplasma. Procuraba no correr (no hacer movimientos violentos) pues eyaculaba y me retorcía en orgasmos. Aquella luz manchaba al contacto y dejaba rastros azules que desaparecían a los segundos. En mis sábanas dejé la marca de mi cuerpo como en un sudario. Al contacto con una chispa la luz se inflamaba en fuego sin calor. La encantadora señora de la panadería dijo que sentía un hormigueo radioactivo a mi contacto. Otros creyeron que yo era un profeta.
Después de estas experiencias me inscribí como miembro permanente en la venerable asociación del hambre ASODHAM (+). Por una cuota semanal nos alimentaban con una pequeña cantidad de leche proveniente de la madre tierra. Cuando recibí la visita del presidente de la asociación, Mario B. Dijo que podía pagar con la leña cortada que tenía apilada en el patio trasero. Con toda esa leña podía estar dos meses como miembro, pero solo soporté dos semanas en ese estadio, hasta que mi piel perdió su color azulado y retornó al blanco pálido.
Los mismos dirigentes de la asociación del hambre —el mismo Mario B.—, cuando supo que había dejado de asistir a sus reuniones, me recomendó visitar el restaurante “El Campo” perteneciente a la asociación en contra del hambre ASOCHAM (-) para no sentir los efectos del cambio de hábito alimenticio. También ellos dirigían aquel restaurante, por eso me dieron crédito. Escondido en una caleta, el restaurante solo atendía en invierno y cuando el frío era intenso. El calor que emanaba del recinto era tal, que la reverberación deformaba la imagen de todo objeto situado hasta los cien metros de distancia, fueran carretillas, sombrillas, leña, estufas, cactus, arbustos, rocas y una locomotora antigua que servía de atracción... Entonces comprendí el por qué del nombre del restaurante. El restaurante se llamaba “El Campo” porque era un campo de calor, una concentración de energía. O sea, que no se ingresaba por la puerta, sino sumergiéndose en el “Campo” en donde se operaba también un cambio físico. Entonces entro por la puerta y detecto la presencia de varias teteras y estufas portátiles es lo primero que encuentro y empiezo pidiendo un caldo de pollo y pescado llamado: “Caldo basado en el hambre”. En un momento miro distraídamente a un lado y noto que alguien me observa. En realidad soy yo reflejado en un espejo y lo extraño es que mis facciones han cambiado, se han transformado. Pido luego un café. El café y el caldo han sido preparados con agua hirviendo del infierno. Si el caldo me dio aspecto de judío, el café me dio orejas de burro. Mis poros se abrieron y sentí el FLHUIR del ectoplasma lo que me ocasionó una gran aflicción y dolor. El ectoplasma se asentó en el piso como niebla pesada, como vapor de té. Después de formar una blow-burbuja delante de mí, adquirió forma humana y se materializó. Era Nietzsche ante mí. Lentamente miró a su alrededor. Su rostro decía: “Sospecho que algo anda mal”. Su figura, sus formas, aparecían y desaparecían a velocidad supersónica, puesto que estaba aquí y en el más allá* a la vez. Pero pronto esta intermitencia fue haciéndose más lenta. El intervalo de tiempo de sus apariciones fue dilatándose. Primero segundos, luego minutos, cinco, diez, veinte...Y quizá, víctima del efecto declive, desapareció, definitivamente, del restaurante, de la escena por la cual estábamos siendo proyectados. Click.
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* En el más allá literario
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