Yo siempre quise tener un perro de aguas ladrándole a la soledad.
Y me fue dada una calle de mar anchísima
por la que parten cada año los amigos. El gris de su lejanía.
Cuerdas para atarme al pasado.
Los ojos verdes de Tania se parecen a Madrid.
Ajena y entrañable. En
Isell, en Viena, continúa enojada conmigo. Y la comprendo.
Como fe de vida me dejó un fragmento transcrito de “Primavera con una esquina rota”. Y una última visita el día antes de marcharse a Austria.
A hacer muelles. Los resortes –dice– de su felicidad.
Lourdes dibuja sobre el papel de rosas en Isla Negra. Imita soledades con las fibras alcalinas.
Junto a mis afectos ha dejado un piano de barro. Una caricatura atroz. Y el hueco en la altanoche por donde se escapaba tomada de la mano por la tristeza de turno.
Mis amigos ya no se parecen a mis amigos. Han aprendido otras lenguas y beben agua embotellada. Tanto cambiamos de un lado y otro.
A veces deseo que nunca más regresen.
Creo que no me reconocerían.
También yo me he transformado.
Mi cuerpo se ha vuelto de agua. A diario me surca la estela.
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