El evento inicia a las 5:45. Piscos de honor

5.05.2010

Instantáneas-segunda parte

por Adán Calatayud


V


En la clínica encontré al tío Eduardo durmiendo en una silla junto a la cama de Raquel. Tenía el cabello desordenado, el traje desaseado y una pila de papeles con líneas resaltadas y apuntes garabateados a los márgenes descansaba a sus pies. Al ver sus apuntes recordé el día que me botó de su casa. Todo ocurrió una de esas noches en que, con varios vasos de whisky encima, llegué hasta la cama que Raquel para decirle que la quería, que se fuera conmigo, que dejará la miseria que vivía junto al tío Eduardo para que intentáramos algo juntos, fuera del país. Ella una vez más se había negado, cuando volvía a la carga con mis argumentos, el tío Eduardo entró a la casa y desde la sala escuchó toda la escena. Al llegar a la habitación, con mucha calma, empezó a preguntarme por qué hacía eso, él me había aceptado en su casa, me alimentaba, pagaba mi universidad y estaba seguro de que en más de una ocasión yo le había dicho que lo admiraba, que tenía una deuda impagable con él. Envalentonado por el alcohol le dije que Raquel no merecía el trato que él le daba, que no era el intelectual que decía ser, que se había pasado veinticinco años en Inglaterra acumulando títulos y grados académicos para nada, no tenía un solo libro, una investigación publicada y que jamás publicaría nada. Para mi sorpresa el tío Eduardo se quedó paralizado, no atinó a decir nada y cuando quise aprovechar el momento para seguir atacándolo, Raquel me dio dos bófetadas y dijo que me largara, el tío Eduardo recuperó el aplomo y dijo que ya había oído a Raquel. Fui a mi habitación, cogí mis cosas y salí. Para no verle la cara al tío Eduardo deambulé por los pasadizos de la clínica, entré al baño un par de veces y al final decidí comer algo en la cafetería, desde allí, una hora después, vi salir al tío Eduardo. Cuando estuve otra vez en la habitación de Raquel, ella había despertado, miraba todo con ojos ausentes, hablaba con excesiva lentitud y según los informes médicos no reconocía a las personas. “Los fármacos que tomó son muy fuertes, es un milagro que esté viva”, dijo la enfermera de turno.


VI

Meses después de tomar aquella fotografía de la Estación de Desamparados, Raquel se apareció una madrugada en el cuarto que alquilaba en Miraflores. Había pasado más de dos años desde que el tío Eduardo me echó de su casa y al comprobar que era Raquel quién golpeaba mi puerta de manera desesperada estuve a punto de llamar al vigilante para que la botara del edificio. La escena se había repetido: el tío Eduardo la había insultado en el trabajo, delante de los compañeros de oficina, y al llegar a casa la había golpeado. No pregunté cuales eran los motivos de esta nueva agresión, solo hice que pasará, le preparé un mate y escuché su relato. Pese a que no hacía otra cosa que mirarla, mientras la acariciaba el cabello mi mente estaba en otro lugar, pensaba en la mejor forma de alejarme, de romper con esa historia patética con aires de novela mejicana. Durante los dos últimos años había tratado de alejarme lo más que pude, pero esa madrugada Raquel una vez más iba a terminar metiéndome en su tortuosa vida. No quería volver a sentir compasión por Raquel: por compadecerla, por intentar reconfortarla y por querer robarle esas sonrisas que rara vez aparecían en su rostro, años atrás había terminado enamorándome de ella. Sí, me enamoré de Raquel en la casa del tío Eduardo. Ella era uno de los recuerdos más profundos de mi niñez, representaba la libertad, una vida más allá de las rejas del caserón familiar, de la autoridad las normas impuestas por mis padres y su círculo social; la calle con su azar, sus misterios, sus peligros y a pesar de haberla buscado en parques y teatros por más de diez años hasta que por casualidad la encontré en la casa del Olivar, no estaba enamorado de ella. Al conocerla comprendí que todo el tiempo estuve buscando una imagen, una representación. Lo último que vi aquella tarde en el parque Kennedy cuando niño fue a Raquel quitándose el disfraz de cuasimodo para ponerse uno más pesado, más trágico. En el tiempo que viví en la casa del Olivar nunca quiso hablarme de su familia, de sus padres, en alguna ocasión dijo que había nacido adolescente, cuando aprendió a actuar y a tocar el saxo. Algunos fines de semana el tío Eduardo viajaba al interior del país o al extranjero a presentar una ponencia o dictar un seminario de Historia y me pedía que no saliera a la calle, que me quedara acompañando a Raquel. En esos fines de semana; viendo viejas películas de Bruce Lee y Jackie Chan, ayudando a Raquel a preparar pastas insípidas que luego me obligaba a comer, saliendo al mercado de Lince a buscar retazos de tela para que fabricara sus títeres, empecé a sentir atracción por Raquel. En esas noches, al compartir una copa de vino o un vaso de whisky, Raquel se animaba a contarme algunas cosas de su tortuosa relación con el viejo, pero ante preguntas como: porqué le decía doctor en lugar de tutearlo, porqué aguantaba sus gritos e insultos (aún no aparecían los golpes), porqué no se largaba de allí; siempre daba evasivas. Alguna vez, en navidad escuché que conversaba por teléfono con alguien y decía que ella prepararía la cena y llevaría juguetes para los niños, luego salió de la casa y no volvió hasta el día siguiente, cuando le pregunté al tío Eduardo por el paradero de Raquel me dijo que estaba con su familia.
Un año después de salir de la casa del Olivar, aprovechando un viaje del tío Eduardo busqué a Raquel y una vez más le pedí que se fuera conmigo, está vez estaba sobrio, Raquel una vez más se negó y cuando le dije que seguiría insistiendo, ella empezó a insultarme. “No eres más que un mocoso tarado que se ha antojado de la mujer de su tío, un enfermo, disfrutas espiándome para luego correr a fumar y masturbarte en tu cuarto, lo único que quieres es tirar conmigo, pero no te voy a dar el gusto, no eres un hombre, eres un niño, mejor regresa con la cucufata de tu madre y la loca de tu tía”, esas fueron las cosas menos desagradables que dijo y aquella madrugada, mientras Raquel lloraba recostada en mi cama estuve a punto de volver a insistir. Mientras tomaba aire y pensaba en argumentos que esta vez fueran infalibles, Raquel me pidió que le consiguiera pastillas para dormir y algunos calmantes, porque padecía de insomnio y en los últimos días andaba mal de los nervios, “tú estudias sicología, a lo mejor conoces a alguien que pueda recetarme los medicamentos”, agregó. La dejé hablar, prometí conseguirle los fármacos y cuando estuve a punto de decirle lo que pensaba —ya era de mañana—, ella se incorporó, se limpió el rostro y dijo: “ya debo irme, tu tío debe estar preocupado.”

VII

Al salir de la clínica, se detuvo ante el primer quiosco de periódicos que vio, buscó los titulares y ninguno tenía en portada la historia de Raquel. Compró tres diarios sensacionalistas y en el interior de uno de ellos encontró declaraciones de una supuesta tía de Raquel que acusaba al viejo de haber querido matar a su sobrina, la mujer decía que siempre la trataba mal, que la retenía a su lado con chantajes y terminaba su declaración autocompadeciéndose y pidiendo una reparación. Junto a la anterior había otra nota donde explicaban que Raquel había tratado de suicidarse, ya se conocían los nombres de los fármacos que tomo y los investigadores estaban averiguando como los consiguió. Esto último lo alarmó. Es hora de acabar con esta historia no quiero más se dijo. Tiró los diarios a un tacho de basura, buscó en su billetera la llave que le dio el tío Eduardo cando se mudó a vivir a con él y Raquel y se dirigió a la casa del Olivar. Entró sin hacer ruido, espió la sala, el comedor, la cocina y no encontró al viejo. En las habitaciones tampoco estaba, no escuchó ruidos en el baño y empezó a buscar en los cajones de la pequeña cómoda de Raquel, al cabo de varios minutos no encontró nada. Abrió uno de los roperos y encontró el morral donde Raquel guardaba sus títeres, en un bolsillo interior encontró la receta, sacó un encendedor y cuando estaba a punto de quemar el papel, entró el tío Eduardo. “Deberías quemar eso en el jardín”, dijo el viejo; él no atinó a decir nada y salió de la habitación, el viejo lo siguió diciendo que Raquel le contó quién le consiguió los medicamentos, que no estaba molesto con él, que lo estaba esperando porque quería pedirle algo. Al llegar al jardín le prendió fuego al papel, se sentó en una pequeña banca y escuchó al viejo decir: “quiero que regreses a vivir con nosotros, necesito que alguien cuide de Raquel hasta que recupere la salud, cuando esté bien yo me iré y los dejaré solos, ya no quiero hacerle más daño, contigo estará mejor”, cuando el viejo terminó de hablar quiso reírse, pero conteniéndose dijo que solo fue hasta allí porque no quería comprometer al amigo que le firmo la receta. Agregó que no quería saber nada de ellos que se iría a vivir al extranjero. Al salir de la casa se sentía extraño, la idea de irse al extranjero le pareció excelente, instantes atrás lo había dicho sin pensar, pero ahora le parecía que era lo mejor. Siempre había creído que no llegaría a ejercer su profesión, que tarde o temprano, cuando su madre no pudiera hacerlo más, tendría que hacerse cargo de los negocios de la familia y esto terminaría por confirmar que nunca se había atrevido a romper del todo, que solo había vagabundeado un poco por Lima para luego regresar a casa. Sin embargo largarse al extranjero si podía significar una ruptura definitiva.

VIII

Hasta que el avión no aterrizó en Madrid no creía en lo que estaba haciendo. Desde el aeropuerto sintió necesidad de llamar a su madre para decirle que había llegado bien y que ahora sí había perdido a su hijo para siempre. Doce horas de vuelo, mucho mar y continentes de por medio y todavía se sentía fuertemente ligado al viejo, a Raquel, a su madre, a su ciudad. Quiso encontrar en una llamada telefónica ese distanciamiento que las horas de viaje no le habían dado y desde el aeropuerto llamó a su madre. Durante la conversación su madre le contó cuanto había pagado a los directores de diarios chichas, para que el nombre del tío Eduardo y el apellido de la familia dejaran de aparecer en sus páginas. También le dijo que Raquel otra vez estaba viviendo con el viejo y en tono de burla agregó: “si otra vez se le ocurre matarse, lo mejor será que no falle”. Él estaba contento, por el hilo telefónico la voz de su madre parecía atrapada en un espacio hueco y desde allí llegaba con debilidad, es la distancia pensó, antes de colgar el teléfono su madre le preguntó qué haría en Madrid. Por decir cualquier cosa dijo que estudiaría fotografía, “eso me parece bien, tu siempre tomaste bonitas fotografías, supongo que no te tomará más de tres años, luego tienes que regresar para hacerte cargo de todo, yo estoy muy cansada…•, respondió su madre, quiso agregar algo, pero él se despidió y colgó. Al salir del aeropuerto buscó un restaurante y pidió un refresco, de su maletín de mano sacó la foto de Raquel que tomo en “Desamparados”, la miró por un tiempo considerable y luego la rompió.


Fin


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