Por Adán Calatayud
I
Ignoraba cuánto tiempo llevaba sin detenerse ante un quiosco de periódicos para leer los titulares. Esa manía nacida en la adolescencia, luego de comprobar que nunca podría leer ni el veinticinco por ciento de un diario y que por lo tanto no había razón para comprarlos y llenar su escritorio de papeles que con el tiempo se teñirían de amarillo y le harían recordar la vieja biblioteca del caserón familiar en
II
¿Cuántos años tenías?, ¿diez, once? Es muy difícil que puedas recordarlo todo con exactitud: tu edad, la ropa que vestías, como llegaste a ese lugar luego de escapar de la custodia de la tía Paula, el revuelo que se armó en la casa cuando se enteraron tus padres, nada de eso recuerdas y cuando en alguna reunión familiar la tía Paula contaba la anécdota, lo único que aparecía una y otra vez en tus recuerdos, cual si fuera una escena vivida apenas segundos atrás, eran los disfuerzos, las muecas, las contorciones de brazos, piernas y espalda que hacía Raquel para ser idéntica a la imagen que los dibujos animados ofrecen del Jorobado de Notredam. Claro, en ese instante no sabías que era una chiquilla de aproximadamente dieciséis años la que llevaba puestas unas zapatillas caladas, que vestía un pantalón negro hasta las canillas y que bajo su poncho marrón unas esponjas simulaban la joroba, tampoco que su nombre era Raquel. La función terminó, el jorobado se metió tras un biombo y luego apareció una muchacha de rostro blanquísimo, de mediana estatura, ágil, divertida, con la piel tan suave y delicada que parecía imposible que minutos antes hubiera deformado su rostro una y mil veces para encarnar a Cuasimodo. Que caminaban por Shell y que cuando la tía Paula se detuvo a comprar un helado saliste corriendo quién sabe a dónde, que luego de buscarte por un par de calles te encontró sentado en una de las gradas del pequeño anfiteatro del parque Kenedy contemplando una función de teatro callejero, que la tía Paula no pudo sacarte del anfiteatro y tuvo que sentarse contigo hasta que terminara la función; todo eso es parte de la historia que la familia conoce, pero nadie sabe que esa tarde, luego que la tía Paula te llevara a casa, iniciaste una búsqueda que duró más de una década y terminó cinco años atrás, en la casa del tío Eduardo.
III
El abuelo era abogado, tu padre, su hijo mayor, era abogado; tú, el hijo mayor de tu padre, serás un gran abogado; serás como tu padre y tu abuelo. Palabras textuales de mamá, de la abuela, ¡como les encantaba programar mi vida carajo!, pensó. Qué cara habrán puesto mamá y la tía Paula al enterarse por la televisión, o el periódico, si es que alguno de los empleados les mostró uno de esos diarios que no se leen en la casona de los abuelos. Para ellas y la abuela, si estuviera viva, claro; lo que estaba pasando eran las consecuencias del libertinaje, del desapego a la normas, a la tradición familiar del tío Eduardo; que su espíritu vagabundo y cosmopolita del que siempre hacía gala lo había llevado a estos extremos: vivir en pecado con una mujer que no era de su condición y que además podría pasar por su hija. ¡Recién ahora entiendo porque nunca pude escribir un cuento, un guión de teatro, carajo! Intento hablar, pensar como ellas y me salen esas frases hechas, cuál es el problema ¿escrúpulos, por ellas, por ella? En más de una ocasión has oído decir a mamá: zorra, puta barata y un sinfín de insultos más cuando se refería a Raquel. Y cuando bordeabas los quince o dieciséis años en más de una ocasión escuchaste a una tía Paula entrada en tragos decir: no papi, con esa huachafita ni para que debutes, consíguete una a tu altura. ¿Por Raquel entonces? Tampoco lo sé, me expulsó de su vida con las palabras más duras que me han dicho jamás y luego como si no hubiera pasado nada me buscó para que la ayudara a conseguir los fármacos que la han dejado en ese estado, pensó.
IV
Imágenes, lo único que tenía de ella eran imágenes. La última era premonitoria. Vestía de negro, andaba en zancos y tocaba su viejo saxo; su séquito de niños se había retrasado y él pudo fotografiarla sin escolta. La tarde moría y el cielo era amarillo, el nombre del lugar aumentaba el sino trágico de la imagen: “Estación de desamparados”. Exactamente la parte posterior de la estación, a unos cuantos metros del “Parque de
Continuará
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