El evento inicia a las 5:45. Piscos de honor

4.07.2010

Inés y las noticias



Al despedirnos, le había pedido a Inés que me llamara. «Aunque no vayas, igual llámame», le remarqué. Para comprometerla aún más, le dije que iría a casa de inmediato y allí esperaría su llamada. No pude evitarlo sin embargo, y me quedé cerca de las oficinas charlando con Robles. A su lado, mientras me contaba de su esposa, que quiere dejarla y mandar todo al demonio, seguía inquieto por irme. No sabía qué carajo decirle. Acaba de casarse, y anda preocupado, no acepta que tan pronto se pueda envanecer el amor. Escucharlo me recordaba a mí mismo y a Inés, y por un instante me dieron ganas de mandarlo al demonio. Pero Robles es mi amigo y quería cumplir con escucharlo.

***

Subí las escaleras despacio, como socorriendo a mi cuerpo de tanto trajín. Al entrar en el dormitorio, me di cuenta que había dejado cerrada la ventana y un repentino olor a ropa sucia impregnaba el ambiente. Me acerqué inmediatamente a abrirla, y luego me quité la corbata y la camisa. No quería hacer nada. En el reloj habían transcurrido apenas cinco minutos. Me quité los zapatos y, para hacer tiempo, bajé a recortarme la barba. Inés había insistido días en que lo hiciera, y ya que esta noche saldría con ella, decidí empezar por allí. Para el viernes, si no lo hago en la semana, la barba se encrespa demasiado, y a veces hasta duele un poco al recortarla. Bajé el teléfono hacia el baño. Dejé la puerta abierta, y cuando no miraba la crema disolviéndose en mi rostro, miraba el teléfono allí, dormido. En una de esas, me hice un ligero corte. Como todas las veces, no me fijé en él sino hasta cuando la sangre definió su rastro sobre mi cuello, y contaminó la crema.
.......Subí el teléfono conmigo. Terminé de quitarme la poca ropa que traía y decidí darme un duchazo. Pronto me desanimé. Si Inés llamaba, no podría contestarle de inmediato. Me volví resignado hacia el ropero. Saqué pieza por pieza la ropa limpia. Me entretuve recordando los nombres, los rostros de las amigas que —me aseguró Inés— definitivamente irían: Vicky Rivas, veintiséis años, dos divorcios encima; Lola Trigoso, veinticinco, casada con un tío treinta años mayor; Dora Peña, Dorita, veintinueve, soltera (aunque ebria se jura mujer de medio Lima). Sobre la cama jugué a combinar colores claros con oscuros, la corbata a rayas con la camisa a cuadros, el polo deportivo y el pantalón beige. Eran las diez menos quince. Era tiempo.
Inés tenía una entrevista con sus superiores y los de Robles. Antes de despedirnos, había podido repasar sus cifras. Más temprano aún, en el almuerzo, me había comentado su salida de esta noche. No me invitó de buenas a primeras. Me arrepentí de adelantar noticia sobre mi viaje de mañana, de haber hecho cálculos frente a ella: para estar a las ocho en la estación, debía salir una hora antes de casa, y para eso, debía despertar media hora antes, y a las seis y media el mundo se me caía encima. Ella, prudente como es, me dejaba hablar. «Bueno, igual parece que no podrás», repuso cuando por fin me callé. No lo entendí de inmediato; entonces me explicó. Dorita y Vicky organizaban una de sus ya célebres reuniones (reuniones donde, a veces solas, a veces acompañadas, beben sin mayor razón hasta el amanecer). Dorita pasaría por Inés, a su casa, después de la oficina.
.......Me lo contó muy serena, y debo aceptar que me incomodó no oírme entre sus planes. Eso sí, me alegró que al menos quisiera contármelos. Semanas atrás hubiera dudado si hacerlo. Un sábado discutimos durante horas, con gritos, jalones y todo, pues se animó a comentarme que los nuevos empleados, con quienes había llevado programas por un mes, la invitaban a bailar. Parapetado en la puerta del dormitorio, la vi maquillarse, probarse mil prendas. De pronto, sin más, le dije que no confiaba en ella, ni en nadie, que se me hacía muy difícil conseguirlo. Inés se molestó, e hizo su respectivo descargo. Me acusó de ser un egoísta de mierda, de comportarme como un verdadero resentido, y de arruinarle siempre las salidas. Lloró, como es de suponer. Y al final no fue. Esa noche, lo confieso, me sentí extrañamente poderoso. La llevé hacia la terraza y allí hicimos durante horas el amor. Antes del amanecer, como en los últimos meses, la devolví a casa.
.......Por eso me sorprendió que hoy mencionara su salida. Por eso tampoco insistí en saber por qué no me estaba invitando, como de seguro harían sus demás amigas con sus respectivos novios. Decidí almorzar tranquilo. Le pregunté por la entrevista de las siguientes horas. Estaba muy nerviosa y se quejaba de su mala memoria. Que no retenía nada, que antes se aprendía mil datos, pero ahora ni para eso servía. Le dije que podía ayudarla. Estaba con ganas de sentirse mal, es lo único cierto. Le hice algunos porcentajes rápidos del último mes, en un papel cualquiera, y le falló casi a todos. Ella quitó la hoja de la mesa, la guardó y me pidió que siguiéramos comiendo en paz. No quise insistirle. Ella lo notó.
.......Finalmente, creo que en desagravio, me pidió un favor. Quería que rehiciera un archivo. Acepté, y el almuerzo prosiguió en otro tono. Incluso un rato nos reímos. Al terminar, le dije que de inmediato cumpliría su encargo. Me esmeré en hacerlo. Estuve varios minutos frente al computador dándole vueltas al mismo balance. Volví a reproducirlo, número por número. Cuando lo creí listo, salí a buscarla. Inés merodeaba ya la oficina de su jefe. Le entregué el documento. Antes de guardarlo, quiso echarle un vistazo. Me pidió, mientras, que le trajera una taza de café. Le di un beso, y luego de susurrarle que se calmara, fui por su café. Al volver, minutos antes de despedirme, la encontré muy seria. Me mostró el documento, el error en el documento. Me sentí avergonzado. Inés no insistió más en ello. «Debo ingresar ya», comentó.

***

Llamé primero a las diez. Me contestó ella, felizmente. Acababa de llegar y, según me dijo, don Nicolás puso tremenda cara de enojo al verla entrar. «Y tú te disgustas cuando yo te pido que me acompañes», hizo énfasis. Dejé que el teléfono aquel se comiera mi moneda y los últimos segundos. Luego, tras esperar que un breve lapso despejara la niebla del comentario, volví a intentar. Me contestó ella, nuevamente. Me contó cómo le había ido con su jefe. Bastante bien, pese a los nervios. Estaba cansada. Le pregunté qué haría el resto de la noche. Revisar hojas y papeles y más papeles. Me alegré, sin decírselo, de que no mencionara siquiera por asomo su salida de esta noche. Cuando ya todo parecía acabar, le dije que aprovechara su tiempo. Frase estúpida, sin duda, pero puse en ella mi franco deseo de mantenerla en casa.
.......Cerca de las once, ansioso, volví a llamar. Esta vez contestó don Nicolás. Me lo dijo de la manera más natural posible. Inés había salido, minutos antes, y no sabía hacia dónde, que no la llamara, pues había dejado su teléfono. Esta fue la parte más difícil de asumir. Por qué debía también dejar su teléfono, aquel aparatito que tanto se empeñó en adoptar. Vamos, se le olvidó, aventuré, lo hizo por seguridad, ella es así. Me despedí pidiéndole que dijera a Inés, en cuanto llegara, que había llamado. Antes de colgar, en el otro lado, una voz lejana confirmó que Inés había salido para casa de Dorita. Don Nicolás me lo repitió, en el tono aburrido que usa conmigo, y yo corté. Era suficiente. Volví para la terraza haciéndome mundos la cabeza. Cuando no sé de Inés, qué está haciendo, dónde, con quién, me atrapa una rotunda sensación de fracaso.
.......Salí a dar una vuelta. Un poco de aire me haría bien, de seguro, un cigarrillo. Era un viernes raro, de tiendas cerradas, sin gente en la calle, un viernes propicio, me dije. Únicamente los autos, el ruido descomunal de sus bocinas me distraía Se trataba, para qué negarlo, de la misma historia. Inés es una buena mujer, pero en situaciones como esta, cuando de pronto desaparece, no sé qué pensar. Todo parece indicar —todo lo nuestro: el tiempo, las risas, la cama— que cualquier duda acerca de su fidelidad es imposible y ridícula. Pero cuando la incertidumbre me atrapa, ya no sé. Movido por cierto temor, tomé la ruta hacia Echenique. Rato después, de manera inevitable supongo, llegué a casa de Dora, al muro que rodea su casa. El descubrimiento fue doloroso, y me entregó a una suerte de confusión. Se me ocurrió tocar, preguntar por Inés. A cuenta de qué, con qué excusa. Dora sería la primera en desconfiar de esta visita. Decidí volver.
.......Casi una hora después, poco antes de las doce, volví a llamar. Esta vez contestó doña Lucrecia. Al inicio no reconoció mi voz. Es una mujer muy mayor, a veces sucede. En su hablar parsimonioso de siempre, me dijo lo mismo, que Inés no estaba, y por favor no la llamara, que su hija no andaba el teléfono en la cartera. Mientras lo repetía, yo renegaba de mi suerte. En situaciones como esta, cuando Inés de pronto desaparece, pienso en el desconocido. Inés y el desconocido, vaya historia. Aunque lo niegue, yo no podría resistir un solo encuentro entre ellos. Ya imagino el infierno que habitaría luego, oyéndola entrar en detalles. Que ella intente convencerme de lo neutral que resultó todo, y yo sospeche que algo me oculta, la sonrisa esa, el comentario aquel que hizo el desconocido para que ella sonriera. Lo veo: Inés llenándome de besos para acallar sus remordimientos…
.......A pesar de don Nicolás, doña Lucrecia me autorizó a llamar en una hora. «Tal vez en un rato, de seguro…», quiso calmarme. Regresé a casa, vencido, y desconecté el teléfono (también él merecía dormir tranquilo) y me tiré en el sofá, a terminar la noche con las noticias. En un canal, un marido celoso, ex policía para más señas, había descargado dos tiros sobre su vecino. En otro, una mujer resultaba viva tras cuatro puñaladas. En un tercero, un rabioso adolescente había elegido exterminarse como a las ratas. Iba quedando dormido, en fin, con lo de siempre, cuando una breve nota local llamó mi atención. Un hombre joven, denunciado por su joven ex mujer, había sido detenido. Lo último que escucho, como en una ensoñación, y en tono muy serio, pese a los reproches del reportero, son las palabras proféticas del marido: «Esa puta va a morir».


© Lenin Heredia Mimbela (Piura, 1987)
Estudiante de Literatura de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado artículos, textos creativos y reseñas en revistas como "El Jinete de la Tortuga", "El Hablador" o "Fix, Revista hispanoamericana de ficción breve".

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