El evento inicia a las 5:45. Piscos de honor

9.27.2008

Espacio

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Por Adán Calatayud
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Qué fastidio, cuatro pisos cargando esta maleta y mi caja de libros, voy a sufrir cuando traiga la cama, el televisor, la computadora y todo lo demás que me falta comprar. Hogar, dulce hogar, cuando termine con la decoración, será la perfecta morada de un diseñador. Hoy dormiré en el mueble que dejó la tía Zoila, mañana traeré las cosas que faltan. La vieja biblioteca del tío Rubén será el mejor lugar para mis libros, discos y películas, pero está muy sucia, necesito un plumero, tendré que molestar a la portera. “Aquí tiene joven, va vivir solo, no tiene esposa, a su edad ya debería estar casado, usted debe tener más de treinta años…” Maldita vieja, la cantaleta que tuve que aguantar por un miserable plumero. Pude haberle preguntado qué de malo tiene la soledad, pero preferí regalarle una sonrisa estúpida y terminar la conversación. Por dónde empezar, lo mejor será reproducir el orden que mis cosas tenían en casa de mamá. Autores clásicos, contemporáneos y los más recientes en la parte superior. Cine mudo, seguido del expresionismo alemán, el neorrealismo italiano, la nueva ola francesa, y luego un grueso volumen de películas de distintos directores y corrientes, al centro. Deben ser más de trescientas películas, todas copias “piratas”.

Después de mucho esfuerzo he logrado reproducir el orden anterior, incluso he respetado los espacios vacíos que dejaron los discos, películas y libros que están en casa de Claudia.

Durante mucho tiempo creí que Claudia llegaría un día a casa con mis cosas y empezaríamos esa relación que veníamos postergando desde hace más de diez años. No había olvidado esta tonta idea, pero hace un tiempo logré ubicarla en el lugar que ocupan los sueños y deseos que no se cumplirán, junto a mis anhelos de ser escritor, dirigir una película, un documental y tantas cosas que no podré ser o hacer, porque a estas alturas de mi vida carecen de sentido. Hace media hora la impertinencia de la portera hizo que me acercara a esa zona restringida de mi memoria, y hace cinco minutos, al terminar de ordenar las cosas, los recuerdos se hicieron más nítidos y cercanos. Claudia tiene en su poder diez películas, cuatro libros y cinco discos. Para ella representan mi lado oscuro, son las películas más tristes, los libros más complejos y los discos más depresivos que ha visto, leído y escuchado. Fui dejando esas cosas en su casa, hace tres años, en mi último intento por enamorarla, cuando nos pasábamos domingos enteros escuchando música, viendo películas e intercambiando noticias de los amigos que rara vez veíamos. Así había ocurrido desde la universidad, siempre nos gustamos o en el peor de los casos, siempre consideramos que la compañía del otro significaba el mejor descanso para nuestras búsquedas y andanzas infructuosas, por eso en los intermedios de nuestras relaciones nos buscábamos. Pasábamos mucho tiempo juntos y yo trataba de enamorarla a paso de tortuga, avanzando hasta donde ella lo permitía, pensando que entre nosotros eran innecesarios los típicos rituales del enamoramiento, que el tiempo, los gustos, los sueños, los proyectos de vida que supuestamente compartíamos, harían caer de madura esa relación que según las palabras de su madre veníamos postergando desde el primer año de la universidad. Claudia siempre supo muy bien lo que yo pensaba y se esforzaba por tener paciencia, y estoy seguro que al igual que yo deseaba que mi presencia en su vida se convirtiera en una necesidad, pero siempre había algo que terminaba haciendo que pateara el tablero. Supongo que para ella siempre faltaron las palabras de amor, esas frases torpes, absurdas, estúpidas, que decimos conteniendo la respiración y con una voz que más parece un chillido. A diferencia de las ocasiones anteriores, en mis intentos de hace tres años, fui yo quién pateo el tablero. Recuerdo que una tarde estaba en casa de mamá, en uno de mis tantos intentos fallidos por escribir un cuento que me pareciera convincente y sonó el teléfono, era Claudia y quería verme, me pidió, como quien da una orden, que fuera a su casa, yo le dije que me concediera un par de horas porque me faltaba poco para terminar un cuento que venía trabajando desde hacía mucho tiempo y ella respondió sonriendo que no sea tonto, que yo nunca sería un escritor y que si tanto deseaba terminar ese cuento, sólo debía matar a todos los personajes y poner punto final, luego endulzó la voz y exigió que me apurara. Eso me enfureció y caí en la cuenta de que esa había sido la tónica de nuestros encuentros. A las dos horas llamé a su madre y al preguntarle por Claudia me dijo que estaba muy bien, que había salido a pasear. No la llamé en los meses posteriores y ella tampoco me llamó. El año pasado una amiga en común me comentó que Claudia pasaba por un mal momento y le haría bien tener noticias mías, aproveché que al día siguiente era su cumpleaños y la llamé. Por el auricular llegó a mis oídos una voz frágil, insegura, sin la coquetería, la espontaneidad, ni el tono socarrón que siempre me habían fascinado en Claudia, al sentir que conversaba con una extraña, opté por el camino de las frivolidades y cuando preguntó por qué estaba tan distante, no supe que responder, ella no quiso dar marcha atrás y continuó preguntando por qué siempre, salvo ese último año, había estado pendiente de ella, por qué era el único de los amigos de la universidad que la llamaba por su cumpleaños, por qué tantos correos electrónicos y llamadas telefónicas pidiendo noticias suyas, por qué siempre tuve una sonrisa para sus majaderías, tampoco respondí y ella, con la voz quebrada, dijo que tenía cosas mías y que cuando quería podía pasar a recogerlas, sólo en ese momento atiné a decir que me había convertido en un esclavo del trabajo y que esperaba con ansia mis vacaciones para buscarla e invitarla a cenar. Ella supo que estaba mintiendo, me agradeció la llamada y colgó. Al comprar este departamento pensé que sería el reino de mis gustos, aficiones, manías; el templo de mis discos, libros, películas, mi colección de afiches, suvenires y tantas cosas que me sirven para aplacar la soledad y matar los ratos libres; que las mujeres serían amores de una noche de alcohol o una madrugada de drogas, nada serio, pero desde hace una hora las respuestas, las palabras de amor que nunca tuve para Claudia lo han inundado todo y no sé si al llenar los espacios vacíos de mi biblioteca con otros discos, otras películas, otros libros, lograré ahuyentarlos, tampoco conseguiré saber si ella alguna vez deseó oír esas palabras. ■
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