Por Héctor Ñaupari
Palabras de Héctor Ñaupari con ocasión de la presentación del Dossier de Poesía “El Jinete de la Tortuga”
Casa de la Literatura Peruana, 3 de junio de 2010
No he podido menos que sentirme ávidamente emocionado con la lectura de los excelentes poemas que conforman la última edición del Dossier de Poesía El Jinete de la Tortuga. Ha sido una sorpresa agradable desde su primera página, como un beso cariñoso e inesperado en la mañana, o el sorbo inicial a una buena copa de vino, riojano e intenso en su casi negrura. Sobre todo, con una declaración de intenciones que confronta todas las manifestaciones colectivistas de nuestras letras, la publicación de Juan Pablo Mejía, Jaime Donato Jiménez Palomino, Hidalgo Calatayud y Luis Alberto Reque afirma sin ambages ni rubores que “el disfrute de la poesía es individual y está ligado a la soledad, al silencio, a espacio donde la lectura se da a su plenitud”.
Como sabemos, el proceso de colectivización de la poesía en el Perú tuvo su punto más alto con el Movimiento Hora Zero, donde la poesía sólo se manifestaba como expresión conjunta de todos sus integrantes, su adhesión a las ideas socialistas era la norma irreductible y su desenvolvimiento en comunas era la manifestación de su eterna adolescencia y vitalidad, pero en todo ello se encontraba – oh justicia poética – también el germen de su propia destrucción.
En efecto, así como la vida se abre paso a pesar de las inclemencias de la naturaleza o las fauces implacables de las fieras, o como la libertad encuentra siempre modos creativos, peculiares e inesperados de surgir en las sociedades más cerradas, y con ello amenazar a sus poderes oscuros, la consideración individual de la creación literaria también encontró cabida en los grupos literarios peruanos, en una suerte de eco en reversa, donde del susurro se va pasando poco a poco al grito y de allí al aullido ensordecedor.
Vemos que las décadas del ochenta y del noventa del último siglo, y la primera de éste, describen una suerte de elipsis, una vuelta hacia lo esencial, un tránsito imparable hacia el gozo individual de la poesía.
Pecando de inmodesto – un estado natural en mí – creo estar en condiciones de afirmar que los integrantes de la generación poética del noventa somos una suerte de punto de quiebre entre el colectivismo y el individualismo literarios, pues si bien subsistíamos como un grupo, nuestras propuestas eran todas individuales, disímiles y hasta contrapuestas. Con sus matices, tales eran las expresiones literarias de otras agrupaciones. Semejábamos más una tribu literaria urbana antes que un colectivo socialista disciplinadamente organizado.
De allí, a estas iniciales y promisorias luces de individualidad poética, cabía un solo, dramático e irremediable paso, semejante al que dio Odiseo al descender a los infiernos para buscar al ciego adivino Tiresias, o el que llevó a Mersault a la pasividad y el escepticismo al que le condena Camus en El extranjero.
Que el Dossier de Poesía El Jinete de la Tortuga que presentamos sea, a su vez, un ejercicio diligente y un poderoso mensaje a favor de la buena literatura, lo vemos desde que hay un sólido texto por poeta, lo que constituye la mejor manera de describir el actual instante de nuestras más jóvenes letras.
Todos estos poemas están magníficamente escritos, como si la genialidad dispuesta en uno fuese a su vez el dormido demonio del segundo, y así, como un espejo que frente a otro repite la imagen de quien se mira en él, de modo innumerable. Tienta, de esta suerte, hacerles a los editores y compiladores la misma pregunta que se hace el poeta William Blake sobre el fiero Tigre: “¿Qué mano inmortal, qué ojo pudo idear tu terrible simetría?”.
Observo en los poemas de este Dossier una exultante rebelión del individuo creador, del yo poético ante un entorno decadente, donde la privacidad se ha esfumado, y en el que se hace patente una violenta exaltación de la personalidad, que es lo que se manifiesta en los poemas que integran esta publicación.
Sumergidos en tinas o en sombras, furiosos y dolientes ante el abandono del ser que amaron o el robo de sus pertenencias, los poetas del Jinete de la Tortuga convierten al mundo es una proyección de sus propias naturalezas. Su ser individual lo trascienden en el texto, se arropan en él. Nada más. Y sólo puede ser eso, pues, ¿qué más debe ser el mundo sino una extensión de nosotros mismos?
La brillante poesía de los antologados supone una respuesta a aquellos críticos nefastos que decretan la muerte de la poesía peruana, que la desprecian, o que sostienen que escritoras como Clorinda Matto o Mercedes Cabello, que fundaron la literatura moderna en el Perú, son de cuarta categoría. Ellos no ven más allá de sus propias narices y se espantan de sus pequeñas sombras, por eso hay que “ganarles la alondra para que la casa cambie de aroma, de oscuridad”, como sostiene el poema Cabe otro vivir inesperado de Antonio Claros, bellamente compilado por la profesora Sonia Luz Carrillo.
Algunos ejemplos. Con singular maestría, Karina Valcárcel me lleva a la melancolía, cuando escribe “todo mi pasado está aquí, flotando como un cadáver abandonado que contamina mis intentos de fuga”, en su confesión a la pintora Frida Kahlo titulada Carta poema. Lo mismo en la tarea de “cubrir mi enorme soledad con mudas palabras de barro”, como detalla Paolo Astorga en el poema que lleva el nombre del autor de Los Irises o El dormitorio de Arlés.
Ese desasosiego también prende en lo que expresa Ludwig Saavedra: “Tan querida es tu luz por mi sombra”, y que tiene la creativa insolencia – doblemente buena por eso – de definir, en esa sola frase, la obra entera del Bird Charlie Parker. Finalmente, el trance de la separación, el delirio por el abandono se deja sentir como un guijarro que sisea al dar contra la sien: “perderte para siempre todos los días es mi noche”, dice Fredy Yezzed en Mariposas negras para Juan Rulfo.
Yo también pienso, junto con Antonio Carrasco, que Bukowski era un huevón, pero no sólo porque no podía eliminar sus remordimientos personales, sino por haber condenado a generaciones de poetas y escritores a creer que es valioso y fructífero vivir como una rata en las alcantarillas. Más aún, el autor de Hijo de Satanás es un viejo sátiro que ha pervertido las mentes de una generación entera de escritores, que creen devotamente que la senda del perdedor es la única por la que deben discurrir.
Confundiendo la presa con la sombra, casi todos ellos creen los únicos temas de la literatura son la sangre, la suciedad, la prostitución, el travestismo, el miserabilismo, los hoteles derruidos y malolientes, la drogadicción y la violencia. Olvidan lo que su propio mentor les dice en el poema Como ser un gran escritor:
“agarra una buena máquina de escribir
y mientras los pasos van y vienen
más allá de tu ventana
dale duro a esa cosa,
dale duro.
haz de eso una pelea de peso pesado.
haz como el toro en la primer embestida.
y recuerda a los perros viejos,
que pelearon tan bien:
Hemingway, Celine, Dostoievski, Hamsun.
si crees que no se volvieron locos en habitaciones minúsculas
como te está pasando a ti ahora,
sin mujeres
sin comida
sin esperanza...
entonces no estás listo”.
Esta lectura parcial y malintencionada del propio viejo indecente ha vuelto a muchos escritores peruanos vulgares matarifes, que únicamente se dedican a exponer vísceras animales –sobre todo las suyas– y a exhibirlas con los ojos brillosos y perdidos de los maniquíes, en un camal al que llaman poema, novela o cuento.
No puedo dejar de mencionar el delirio del poema de Gladys Mendía, que con la fuerza de un atleta nos deja sin respiro en su texto el alcohol de los estados intermedios, cuando escribe: “no hay movimiento la caverna es el espacio sin forma / sin forma ni claridad no hay reflejo / pero todo arde viéndose / el incendio es el parpadeo que se ve en el espejo”.
Para concluir, pienso que el dossier de poesía del Jinete de la Tortuga es irreductible, como la poesía que contiene, al decir de Mario Quintana. Sólo “podrá ser un horizonte donde el tiempo y el espacio cuelgan sus sábanas”, como escribió Antonio Claros, si continúa por la senda solitaria y luminosa del poeta. En ese caso, nada más me queda desearles que la tempestad y la pasión, el “sturm und drang” de los románticos alemanes, habite entre ustedes siempre.
Muchas gracias.